El uso del grupo grande en el contexto universitario
Introducción
Atendiendo a la amable invitación a participar compartiré la experiencia de utilizar el grupo grande como formato de trabajo en el contexto universitario. Nació de mis experiencias en este terreno que se iniciaron a primeros de los años 80 cuando en Bilbao (España) se empezaron a organizar los cursos formativos en psicoterapia de grupo supervisados por representantes del IGA de Londres.
La formación en grupoanálisis en España comenzó a materializarse a raíz de los acuerdos de colaboración entre la Fundación OMIE y el IGA de Londres, concretándose en las visitas de supervisión que se organizaron a partir de 1982, y el trabajo que realizó Fernando Arroyabe con quien colaboré estrechamente durante aquellos años (Guimón, J. 2010). Desde entonces, la Fundación, siguiendo las directrices de de EGATIN, organiza la formación bajo el nombre de Psicoterapia Analítica de Grupo y con el reconocimiento académico de la Universidad de Deusto. (Sunyer, J.M., 2015)
Tal formación ha ido variando, al menos en lo que a mí me corresponde (Sunyer, 2018), de posiciones más ortodoxas a radicales (Dalal 2020), que se evidencia en cada una de las sedes en las que se imparte y en este orden: Bilbao, Barcelona y Madrid.
En este trabajo expondré la forma cómo utilicé el grupo grande y grupo pequeño en el marco universitario.
El contexto
Al poco de llegar a Barcelona en 1992, conseguí entrar a formar parte del profesorado de la Facultad de Psicología de la Universidad Ramón Llull para hacerme cargo de la asignatura de Orientación Psicológica (Counseling) (Ivey, A.E.; Bradford, M.; Simek.Morgan, L. (1980); Tudor, K. 1999; Corey, G. (2000); Corey, G. 2000; Scott, M.J.; Stradling, S.G (1998). Ahí desarrollé una modalidad de trabajo grupal que se fue perfilando con el tiempo (Sunyer, J.M., 2005, 2008). El contexto era el de una universidad relativamente joven, privada, e ideológicamente abierta a planteamientos psicodinámicos. El alumnado, muy joven, estaba más acostumbrado a un modelo escolar que al propiamente universitario. Ello provenía del mayor control y relación que el profesorado ofrecía sobre el alumnado, y la existencia de espacios denominados «seminarios» en los que grupos de unos 12 alumnos mantienen una estrecha relación con el tutor.
Mis alumnos cursaban su cuarto y último año de carrera, y la asignatura se ofrecía como optativa entre las que se daban en el primer cuatrimestre, de septiembre a enero. No ser obligatoria y el reclamo derivado de la forma de trabajar la hicieron especialmente atractiva.
El grupo de entre los 120 y los 140 alumnos, se reunía dos veces por semana durante 90 minutos. Eso significaba que cada curso los alumnos participaban de unas treinta sesiones grupales en formato pequeño y grande. Mi objetivo fue crear un espacio de aprendizaje y reflexión sobre lo que es una intervención psicológica considerándolos no tanto como estudiantes sino como profesionales. Esta manera de trabajar duró hasta el año 2016 en el que me jubilaron.
El lenguaje
Posiblemente lo más costoso fue la articulación de dos lenguajes casi antagónicos: el clínico y psicoterapéutico con el universitario; el mío y el suyo. El primero, más allá del uso —y abuso— de las clasificaciones diagnósticas, pone el acento en la comprensión de lo que le sucede al paciente y en el desarrollo de procesos psicoterapéuticos que eviten una marginación progresiva de los entornos familiares, sociales y laborales de los pacientes. Es el que se desarrolla en las salas de agudos, de estancia media o larga, en hospitales y centros de día, en ambulatorios y centros de atención a las toxicomanías, etc. Mi propia experiencia clínica provenía de haber trabajado en un HD que formaba parte del Servicio de Psiquiatría del Hospital de Bilbao (con un ambiente básicamente psicoanalítico y el enfoque grupal era habitual en toda su estructura).
El segundo lenguaje abunda en aspectos generalistas, proponiendo un dominio de la clasificación diagnóstica —no una comprensión de la psicopatología y muncho menos en la fenomenología psiquiátrica (Jaspers, K, 1966)—, en describir y suministrar un abanico de recursos terapéuticos, conocer algunas de las corrientes de pensamiento psicológico sobresalientes e, incluso, el fomento de trabajos de investigación. Este idioma pone más acento en la formación académica y en los beneficios del desarrollo profesional.
Además, ser un centro académico conlleva exámenes y la confección de trabajos para la evaluación de los alumnos. No disponía —creo que sigue así— ningún contacto formal con clínica psiquiátrica en el que todo aquel que pretenda incluirse en la red asistencial pueda realizar prácticas supervisadas por un clínico y discutidas posteriormente por un académico. En cualquier caso, los períodos de prácticas que se realizaban son —o eran— muy limitados.
Ahí percibí una disociación significativa entre lo que es la atención, comprensión y sostén del sufrimiento humano, y lo que supone culminar un recorrido académico divergente con la práctica asistencial. El propio lenguaje y los debates del profesorado ponían más énfasis en aspectos organizativos que en los procesos personales que realizaban los alumnos. Y todo ello, subrayando la sintomatología no como expresión del sufrimiento sino como una serie de características individuales clasificables según criterios internacionales (DSM-V); o sea, más homo clausus (Elias, 2010).
La propuesta de trabajo
El número de alumnos que asistieron a los grupos osciló entre los 110 y los 145. El 93% de ellos pertenecían a la especialidad clínica. Cada año, acogía a los alumnos ya en formato de grupo grande. Ahí les explicaba el plan de trabajo: debíamos organizarnos en grupos estables de entre 8 y 10 alumnos. En grupo, y durante 25 minutos, discutiríamos en torno a algunos textos que corresponderían al tema del día. Posteriormente, formaríamos un grupo grande con la totalidad de ellos. Ahí, el objetivo era compartir lo trabajado en los grupos pequeños y abrir la discusión a otros temas. En esta discusión aparecían temas clínicos y sociales que se enlazaban con aspectos del aquí y ahora de las sesiones dentro del contexto académico.
Amén de los artículos y otros textos de lectura, se realizaban escenificaciones de todo tipo en las que se simulaban entrevistas clínicas, situaciones complejas o escenas temidas en una situación asistencial. En algunas ocasiones se invitó a actores, o era el propio profesor quien representaba un caso clínico para ser elaborado y trabajado por los alumnos. Se introdujeron técnicas psicodramáticas para facilitar la comprensión de aspectos conceptuales o de casos clínicos. Igualmente se estimularon actividades artísticas y cualquier otra técnica que sirviera para que los estudiantes se introdujeran en situaciones reales y les permitiera pensar y reflexionar sobre ellas.
Convencido como estoy de que todo aprendizaje debe pasar por la elaboración escrita, todos debíamos desarrollar nuestro propio «cuaderno de bitácora». El profesor diariamente redactaba un escrito de unas 2000 palabras que remitía a los alumnos pocas horas después de la clase. Ellos debían redactar una serie de comentarios (en torno a las 1000 palabras) que entregaban al profesor y formaban parte de la evaluación de la asignatura. Los criterios de evaluación de la experiencia fueron compartidos y discutidos con los alumnos, aportando ellos el 30% de su calificación reservándose el 70% al profesor.
Valoración de la experiencia
¿Por qué fue bien?
1.- Los alumnos tuvieron la oportunidad de debatir por primera vez entre ellos y con el profesor lo que les sugería la lectura obligada de una serie de textos vinculados con la Orientación Psicológica (Counseling). Esto se daba en dos formatos, el del grupo pequeño y en el grande. En el primero las discusiones se ceñían a los textos que habían sido leídos previamente a la clase. En el segundo, se partía de algunos de los temas debatidos en el pequeño y ampliándose a vivencias y situaciones que se daban en la asignatura o en otros espacios universitarios. Para que se mantuviera un mínimo nivel de trabajo, el profesor visitaba cada grupo para resolver dudas conceptuales u otras cuestiones que planteaban los alumnos.
2.- Muchos de los debates se trasladaban también a otras asignaturas y en cierta manera involucraba a sus profesores. Eso les confrontaba con visiones y realidades muy diversas: las debatidas en el grupo grande y las que provenían de las experiencias de otros profesores en el contexto de sus asignaturas. Lo que generó tensiones o disparidades de criterio entre lo que sucedía y se debatía en el aula, y lo que se daba en otros espacios con otros compañeros. Estas diferencias delimitaban muy bien las que provenían de profesores con experiencia clínica o sin ella. Y en cierto modo engrandaba la brecha que había entre mis propuestas de trabajo y las suyas.
3.- La transición de la teoría a la práctica fue otro de los aspectos relevantes. No suele ser lo mismo lo que aparece en algunos textos concebidos por profesionales de la Orientación Psicológica a lo que emerge de las discusiones entre alumnos a raíz de experiencias algo más cercanas a su propia vida y que emergían en el grupo grande. Por ejemplo, no es lo mismo la interpretación del genograma de un paciente anónimo descrito por un autor, que la interpretación del de un compañero de clase. Las dificultades para hacerlo, los miedos y temores que se activan ante un ejercicio aparentemente tan simple es un aprendizaje para todo aquel que se va a dedicar a trabajar con pacientes más o menos graves en unos meses. Ese simple ejercicio les enfrentaba a lo que alguien puede sentir cuando el profesional le pide determinadas cosas como la descripción de su cuadro genealógico familiar.
4.- Las dificultades de abordar lo íntimo y personal. Fue uno de sus grandes descubrimientos. Comprender lo que se le activa a cualquiera cuando se le pregunta por aspectos personales e íntimos fue toda una experiencia. Porque ellos mismos, al verse cuestionados muy ligeramente por sus aspectos personales constataban el esfuerzo que debe hacer un paciente cuando se le formulan estas y otras muchas más preguntas íntimas. Recuerdo que tras la lectura de un cuento de los Hermanos Grimm, se les pidió que dibujaran algo. Algunos grupos entraron en pánico ya que intentaban dibujar algo en el que no apareciera nada interpretable. Creo que esto ayudó a ser conscientes de lo que conlleva entrar en el espacio personal e íntimo de un paciente y aprender a respetárselo.
5.- La comprensión de lo que es teorizar sobre algo. Cuando se estudian o debaten teorías diversas ofrecidas por autores más o menos relevantes o significativos se da un proceso de idealización tanto del autor como de su propuesta conceptual. Cuando se les pide a los alumnos que desarrollen su propia teoría sobre lo que les está sucediendo, lo que se consigue es que se activen sus capacidades para pensar desde su propia experiencia. Eso fue importante para ellos, acostumbrados como estaban a asumir las verdades de otros sin la menor crítica. Por ejemplo, debatir en el grupo grande la información que provenía del lenguaje no verbal de un paciente, o su retraso a la cita, supuso cotejar qué se valora y qué no, y por qué.
6.- Cuando los alumnos tienen que esforzarse por representar una situación determinada se activa un proceso de desdoblamiento de uno mismo que rompe inhibiciones y bloqueos. Ayudarles a jugar en las diversas situaciones que se creaban supuso introducir un espacio de creatividad sobre la propia experiencia académica que, en muchos casos, está inhibida. Ese aprendizaje a partir de la propia dinámica ayuda también a desmitificar la relación profesional-paciente pudiéndolo ver como un baile de intenciones, deseos, miedos e inhibiciones. Fue muy significativo ver la relación con el paciente como la fuente de la que aprender y no desde la que pontificar.
7.- Siempre he considerado muy importante introducir la creatividad en las situaciones clínicas. No tanto la del paciente cuanto la del profesional. Al hacerlo, abrimos la posibilidad de que encuentre vías alternativas de abordaje y comprensión de los casos clínicos, o de las situaciones que se dan en la relación asistencial. Pensar en las escenas temidas que todos tenemos frente a una situación clínica ayuda a repasar algunos de nuestros fantasmas, y vernos como humanos frente a humanos. Habitados como estamos por imágenes persecutorias de toda índole, jugar con ellas —utilizando muñecos, piezas de Legos, o cuerdas y lanas— pudimos visualizar muchas de las tramas que paralizan nuestra creatividad.
8.- Junto a la creatividad también hay que recuperar los elementos destructivos tan presentes en la práctica clínica diaria. Muchas veces no se refiere a la destructividad del propio paciente sino a la del profesional o a la del sistema asistencial. Me parece relevante introducir estos elementos dentro del discurso académico que suele tender a la asepsia alejándolo de la práctica clínica diaria. Por ejemplo, considerar qué elementos destructivos se nos activan como respuesta contratransferencial, es introducir la capacidad de reflexionar sobre qué nos generan determinadas situaciones clínicas o qué podemos generar en ellas. Poder entendernos —y aceptarnos— conlleva un incremento en la madurez de unos alumnos frente a una situación en la que se van a ver en un tiempo relativamente corto.
9.- El análisis del sistema sanitario y asistencial. Fue importante realizar un repaso sobre la estructura sanitaria de nuestra región. Entender los diversos dispositivos, qué se pretende en ellos y qué no. Entender también la estructura interna de un servicio y captara cómo se perfilan las responsabilidades de cada profesional en el marco laboral. Fue importante saber de la existencia de diversos lenguajes que van más allá de la orientación profesional de cada uno y guardan relación con las categorías profesionales y los diversos estamentos. En este terreno, dado que en ocasiones alguno de los alumnos era profesional en algún centro, les facilitó una comprensión más de igual a igual que la que podía provenir del profesor.
10.- Fue significativa también poder establecer una mirada sobre el propio sistema académico. Como importante ver cómo cada profesor defendía su área particular de influencia, cómo cada orientación pugnaba por sobresalir por encima de las demás. Y cómo esto se plasmaba en la dinámica que se daba en el grupo grande en función a las filias y fobias que se establecían respecto a algún posicionamiento conceptual.
La conducción
Aunque lo que aprendí en su momento (siguiendo el modelo que se proponía en mi formación) acercaba la conducción a posiciones muy bionianas (Bion, 1976) y que podríamos catalogar de una ortodoxia psicoanalítica o «del Foulkes ortodoxo», la experiencia me indicó que debía modificar este planteamiento. Como el conductor forma parte del grupo, debe mostrarse no como una «mosca en la pared» sino como «la que revolotea por la sala». Esto supone tener una actitud que permita a los alumnos salir de la pasividad y entrar en el diálogo con los demás.
Pero arribar a este puerto supuso un cambio radical en mi estilo tras las reflexiones que dieron pie a mis trabajos de 1996, 1998. En efecto, la relativa pasividad fomenta situaciones regresivas que en nada benefician a unos alumnos jóvenes de una facultad de psicología; por lo que asumí un rol más cercano al conductor de orquesta que marca el ritmo, da entrada a los instrumentos, modula su intensidad, marca los silencios… con el fin de que la música generada ofrezca coherencia y proximidad a sus intérpretes.
Ese cambio propició debates que les permitía pensar sobre su propia experiencia universitaria, su cercanía a la finalización del período académico y sus temores frente al mundo profesional. En general se iban orientando hacia lo que iba a ser su profesión en unos meses, estableciendo paralelismos entre lo que sucedía en el aula, lo que les pasaba ante los pacientes que habían entrevistado y lo que sucedía en el entorno social y político en el que estábamos inmersos.
Con todo, la propia estructura académica así como los objetivos que tienen este tipo de instituciones, no facilita que los alumnos, jóvenes la mayoría, se sientan cómodos ante la duda, la exploración de alternativas en la interpretación de los datos y menos con movimientos que lleven a la reflexión personal y al insight. Priman los mecanismos de intelectualización, racionalización, negación que se activan muy fácilmente en las situaciones en las que se hacían evidentes la identificación y la proyección (por no subrayar la identificación y la introyección proyectivas), la disociación y escisión.
Ante estas reacciones el conductor debe hacerse presente. Se ve obligado, por cuidar del equilibrio psíquico de los alumnos —al menos de algunos de ellos— a potenciar aquellos aspectos que faciliten una identificación con él que asegure la estabilidad del grupo y que los fenómenos de escisión y disociación no sean significativos. El uso de recursos psicodramáticos, las escenificaciones, las representaciones de viñetas clínicas, el uso de material creativo, etc., es una garantía para el mantenimiento del equilibrio de los alumnos.
Transferencias y contratransferencias
Las características del entorno en el que nos movíamos hacían que cualquier comentario que se moviera por una zona algo más transferencial fuese fácilmente negado y conducido hacia la intelectualización —propio del mundo universitario—. E incluso, en aquellas circunstancias en las que eran muy evidentes los elementos proyectados sobre el grupo o el tema de conversación, cualquier movimiento que se acercara lo emocional tendía a ser rechazado o derivado hacia el pensamiento racional.
La «figura de autoridad» que representaba el profesor chocaba con la autorización que tenían para cuestionarla, negarla, ningunearla. Mi estilo personal, cercano, también generaba confusión en tanto que lo esperado —la distancia— era aquello a lo que estaban acostumbrados: les resultaba difícil emparejar la proximidad con la autoridad de la experiencia. Eso generaba filias y fobias también entre ellos que se traducían en su actitud frente a los debates, los trabajos y la participación en los grupos pequeños o grandes.
Internamente sentía una gran contradicción: por un lado entendía sus temores y sus reacciones contrarias a dar por buenas mis aportaciones; por otro deseaba transmitirles algo que proviniese de mi experiencia clínica y grupal y, al tiempo, permitir la crítica, la duda, el caos. La única forma de evitar esa tensión interna era ceñirme a lo que ellos sí podían deducir por sí mismos. Esto hacía que la figura de transferencia que fácilmente se desarrolla en los contextos clínicos y a la que estaba acostumbrado, se viera modificada por la realidad académica. Acostumbrados a que el profesor mantenga una posición algo distante del alumno y no acepte los cuestionamientos no tanto de lo que dice sino de lo que sucede en las relaciones en el aula, esa otra imagen distorsionaba la expectativa. Se podía hablar, debatir, contradecir, y no solo con la figura de autoridad sino con los compañeros. Y con la tranquilidad de que todo lo que se dijera o expresaba no intervenía en la valoración de la asignatura.
Cuando los alumnos no podían o no encontraban la forma de expresarse ante sus compañeros, encontraban en los cuadernos de bitácora otra vía por la que expresar, y ahora más claramente, sus emociones. En efecto, la mayoría de los días más de alguno realizaba aportaciones personales vinculadas con su vida personal o familiar. Ello me empujaba a responderles de forma que, sin salirme del papel de profesor, pudiesen captar la parte de psicoterapeuta que habitaba en mi. En alguna ocasión esto llevó a buscar algún tiempo extra para tranquilizar, aconsejar o reorientar a algún alumno que estaba pasando una situación familiar o personal compleja.
En paralelo a esta situación transferencial, se encontraban en una dualidad y en lo que podríamos llamar choque de lealtades (Boszormenyi-Nagy, I; Spark, G.M. (1983) y que guardaba relación con la estructura docente.
La disociación organizativa
En efecto, los lazos afectivos, las identificaciones y proyecciones que cada alumno —o grupos de alumnos— desarrolla con otros profesores introduce una compleja matriz en la que no siempre prima la coherencia entre lo que sucede en el aula y fuera de ella. Esa realidad activa algo de lo que ya señalé en 1997 o de lo que Nitsun denomina espejo organizativo (1998a,b). La urdimbre de relaciones contenía una parte más íntima o cercana que se desarrollaba en el aula. Nacía de los vínculos entre todos nosotros en torno a una experiencia grupal sazonada por aportaciones desde la clínica. Pero tal red de comunicaciones se ampliaba inevitablemente al estar en contacto con otros miembros del claustro de profesores, en sus clases y seminarios, y que introducían en la trama aspectos no siempre coherentes con lo que se había trabajado en los grupos.
En esta matriz ampliada, se cocinaban otro tipo de dinámicas de poder que venían asociadas a la credibilidad que cada profesor generaba, a los elementos deformadores de la relación provenientes de las rivalidades, y a la posición relativa de cada miembro del claustro respecto a sus compañeros. Y si la primera se relacionaba con la tensión entre los clínicos y los teóricos, las otras dos lo eran en torno a las filias o fobias que generan en el alumnado. En realidad se ajustaba a las proyecciones e identificaciones que los alumnos depositan; pero al tiempo, se daba la recíproca en tanto que los integrantes de la estructura universitaria depositaba, proyección e identificación mediantes, sus propias expectativas y deseos.
Los juegos de lealtades invisibles eran muy evidentes en algunos casos. La simpatía que algún compañero podía sentir por mi se evidenciaba en que «sus adeptos» también la sintieran. Y similar en otros sentimientos. También las lógicas rivalidades entre los profesores se evidenciaban en el grupo grande; y también las envidias que involuntariamente generé en ellos. En más de una ocasión fui advertido por algún compañero por el ruido que se generaba en el aula al cambiar de grupo pequeño a grande, pero también algunas situaciones generadas por los debates de ese grupo, o las protestas por no encontrarse las sillas adecuadamente al entrar otro profesor, etc.
Acepto que nunca he pretendido hacer «carrera universitaria» en el sentido de optar por posicionarme en un lugar de poder respecto a mis compañeros de claustro. Mi única preocupación fue la de transmitir mis conocimientos clínicos a los alumnos. Anualmente informé al Decano del progreso y de los progresos de mis alumnos (Sunyer, 2020), y de los resultados de la atmósfera de la clase medida a través del cuestionario de Moos. Nunca obtuve respuesta alguna. Ello da cuenta del reconocimiento que mis esfuerzos tuvieron en el seno de la Universidad; tampoco mis compañeros hicieron comentario alguno interesándose por la experiencia por más que los propios alumnos les trasladaban lo que sucedía en el aula. Esa escisión —a la que seguro que contribuí aunque fuera de manera pasiva— hacía más complejo el trabajo en el aula. Se evidenciaba a través de la escisión entre partidarios y críticos con la forma de trabajar; fenómeno dinámico que trataba de contrarrestar a través de las actividades clínicas que se dramatizaban en el aula. Y complicaba la conducción.
Transferencialmente, la diferencia de edad facilitaba que fuesen vistos más como hijos a los que ensañaba mi trabajo cotidiano, explicándoles los pros y contras de esa profesión, que en profesionales de la salud que venían a aprender. Pero contratransferencialmente, percibía la presión, como si tuviera la obligación de demostrar que aquello decía se correspondía a la realidad clínica; y a la que emergía de la propia dinámica que se había establecido en el aula y no de un montaje o una interpretación delirante.
Esta tensión ponía en evidencia dos cosas: la gran desconexión entre lo que se explica y las experiencias asistenciales con pacientes más o menos graves y, por otro lado, la escisión que se daba en el propio claustro entre una mayoría de profesionales teóricos y unos pocos clínicos.
En mi texto sobre las dinámicas que se dan en la clínica (1997) ponía acento en el papel del equipo asistencial que actuaba como mediador entre las necesidades y deseos más o menos exagerados de los pacientes psicóticos con los que trabajaba, y las limitaciones que provenían de la estructura hospitalaria. Nitsun por su parte puso el acento en la necesidad de elaboración de esas ansiedades por parte de los equipos y que, en caso de no ser metabolizadas se desplazaban a otras estructuras superiores. En el caso de los estudiantes y muy probablemente por la desconexión que tiene la Universidad con el mundo asistencial, mi papel era más explicarles que «los niños no vienen de París»; algo así como un acercamiento a la realidad asistencial en oposición a la realidad teórica o conceptual. Un trabajo básicamente de restablecer la disociación organizativa.
Todo ello no dejaba de ser una forma de mitigar el susto que tenía la mayoría al ver que finalizaba su período formativo y que en un plazo relativamente breve tendrían que establecer vínculos con personas con altos índices de sufrimiento. Muy probablemente lo que está en la base de todo esto no es ajeno a lo que se ve a diario. La dificultad para aceptar que toda sintomatología psiquiátrica no es más que la expresión de grandes zonas de incomunicación entre los integrantes de cualquier grupo humano, y no la de un homo clausus defectuoso por razones básicamente biológicas.
Muy probablemente todo ello está muy en consonancia con un debate social en el que se discute si la función de los profesionales de la salud debe ceñirse a paliar la sintomatología mediante técnicas operativas y basadas en la evidencia —que no excluye el uso de la medicación— o debemos ser personas que desarrollemos sistemas que mejoren los niveles de comunicación entre todos, activando el trabajo grupal en todos los dispositivos asistenciales para que no se precise el desarrollo de la sintomatología como grito ante la incomunicación.
De nuevo, homo clausus o homines aperti.
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Dr. José Miguel Sunyer
josemiguelsunyer@gmail.com