Trauma Nacional y Paisajes Políticos
Introducción
Quiero dar las gracias a María-José Blanco y a Luis Palacios por haberme invitado a contribuir a esta edición bilingüe de Contexts, en inglés y en español. Me parece una iniciativa excelente. Soy de hecho un ciudadano hispano-británico, al haber nacido en España y haber vivido y trabajado en Londres durante los últimos 38 años.
Estoy profundamente conectado a Londres, donde tengo mi hogar. En esta ciudad alcancé mi plenitud como adulto, establecí una familia, y desarrollé mi carrera y mis círculos sociales y profesionales. Estoy agradecido a la sociedad británica por todas las cosas buenas que he recibido de ella, incluyendo su tradición empírica, su capacidad estructural y organizativa, y (¿por qué no?) su gentil cortesía y buenos modales. Este entorno facilitador me ha ayudado a seguir creciendo.
España es también mi hogar, un país fascinante y quijotesco con el que estoy profundamente relacionado. Allí nací, me crié, sentí el amor por primera vez, descubrí tradiciones humanistas, místicas y existenciales, y aprendí a sentir pasión por la vida. Siempre es importante estar conectado con las raíces de una manera u otra, ser conscientes de dónde venimos para poder tener más claro hacia dónde nos gustaría ir.
A mi llegada a Londres como médico en formación, para hacer la especialidad de psiquiatría infanto-juvenil, tuve el privilegio de conocer a John Bowlby y de tenerlo como supervisor y mentor en la Clínica Tavistock, durante los últimos seis años de su vida. De él aprendí que el apego hace que la vida tenga más sentido, como uno de los tres pilares de la existencia y la supervivencia humana, junto con la alimentación y la sexualidad (Bowlby, 1969, 1973, 1988).
También fui afortunado de formarme como grupo analista, lo que me proporcionó un valioso enfoque democrático de la terapia y una buena comprensión de la naturaleza grupal de los seres humanos. El grupo análisis no es sólo un método de psicoterapia, sino también una forma creativa y democrática de entender la humanidad y la mente, las relaciones interpersonales y grupales y los aconteceres del mundo.
En la década de 1990, conseguí la Jefatura de los Servicios Públicos de Psicoterapia en Brent, un distrito londinense multicultural de 350.000 habitantes. Entonces pude desarrollar con mi equipo una cultura grupo analítica en la valoración, el tratamiento y el sustento psicológico de nuestros pacientes, para lo que era necesario explorar sus historias de apego individual y grupal, así como sus circunstancias sociales y su identidad de grupo. Llegamos a la conclusión de que no puede haber un apego individual seguro sin un apego grupal.
A medida que fui madurando como persona, como profesional y como ciudadano, desarrollé progresivamente una perspectiva grupo analítica más amplia, que va más allá del consultorio, para explorar y abordar temas en los ámbitos político y social.
En este artículo, exploraré críticamente dos impactantes acontecimientos y procesos; uno lejano en España, el otro reciente en Reino Unido. Ambos me han llevado a estudiar y reflexionar sobre la posible influencia de algunas experiencias traumáticas no resueltas en la política y en la democracia. Por supuesto, lo personal es político y lo grupal también.
Hace 40 años, en un lugar al otro lado del Canal de La Mancha…
Las imágenes de la BBC me helaron el corazón. Era el 23 febrero 1981, una fecha de la que no quiero acordarme: el golpe militar de Tejero y sus secuaces. Me encontraba de vacaciones en Inglaterra haciendo un curso intensivo de inglés para profesionales en la academia Inlingua. En mi etapa escolar sólo había tenido la oportunidad de estudiar francés, latín y griego (algo común en mi generación).
Tenía 24 años y era el único estudiante español del grupo. Mis compañeros y profesores me acribillaron a preguntas sobre el golpe. En aquellos instantes, me sentía conmocionado y avergonzado del país donde nací; no supe qué responder. Finalmente, con un gesto de dolor, les dije que había decidido no volver a España y pedir asilo en Reino Unido.
El director de la escuela de idiomas me llamó a su despacho para aconsejarme que no tomase una decisión tan drástica:
“Arturo, se pragmático. Como médico joven con una próspera carrera por delante, si vuelves a España no te acosarán”.
Pensé que el director no entendía bien las implicaciones de vivir bajo una dictadura. Yo sentía que algún aspecto de mi desarrollo emocional había sido arrestado por el régimen franquista. Todo parecía estar vigilado y controlado.
Algunos han querido correr un tupido velo diciendo que era la España en blanco y negro. A mí casi todo me parecía gris, incluidos los cuerpos policiales franquistas encargados de mantener la uniformidad. Esas fuerzas del orden eran literalmente conocidas como los grises, por el inmutable color de su uniforme.
Volver al pasado no era una opción para mí. De todos modos, en los comentarios del director quise captar también una pizca de humor, como si el golpe no fuese lo suficientemente serio o no tuviese trazas de prosperar.
Así fue; afortunadamente, la sangre no llegó al río. Con su intervención valiente, el rey Juan Carlos I ayudó decisivamente a abortar el golpe. Sí, es cierto, el rey se jugó su propia cabeza: fue un héroe, pero sólo por un día. En 1977, ya lo había advertido el iconoclasta cantautor londinense David Bowie:
“Podemos ser héroes, tan sólo por un día”.
De hecho, por presunta corrupción, el ex rey Juan Carlos es ahora un villano y una vergüenza para su país. En las circunstancias actuales, y en el 40 aniversario del intento de golpe de Estado, se ha vuelto a hablar sobre la teoría de que fue un conspirador encubierto del golpe.
Sin embargo, distinguidos historiadores como Ángel Viñas (2019) y Paul Preston (2019) han afirmado que tal teoría no tiene sentido. Habría sido un acto suicida de Juan Carlos. No hubo apoyo civil para el golpe. Y la contundente victoria del Partido Socialista en las elecciones generales de 1982 demostró que la democracia en España era irreversible.
En retrospectiva, Juan Carlos había empleado considerable habilidad, tacto y encanto para restaurar la democracia en los cinco años anteriores. Encontró la manera de destituir al franquista Arias Navarro como presidente del gobierno y de nombrar a Adolfo Suárez, un reformador razonablemente aceptable, que legalizó los partidos políticos, incluido el comunista, celebró elecciones e introdujo una constitución (aprobada masivamente por el pueblo en un referéndum).
Dicho esto, también es importante recordar que Juan Carlos toleró la dictadura de Franco durante muchos años y su abuelo, el rey Alfonso XIII, había apoyado inequívocamente una dictadura militar en la década de 1920, antes de ser destronado por la Segunda República Española en 1931.
Todos estos hechos formaban sin duda parte del mundo interno de Juan Carlos. Me pregunto acerca de las heridas en su psique tras ser separado de sus padres y figuras de apego primario cuando era un niño, y ser educado por el aparato franquista…
Y no puedo evitar pensar que, en dicho contexto, y durante las vacaciones de Semana Santa de 1956 en Portugal, dos príncipes de España entraron en un dormitorio con un arma cargada. Sólo uno salió vivo. Juan Carlos tenía 18 años en ese momento y su hermano Alfonso tan sólo 14. ¿Quién apretó el gatillo?
Es posible que nunca lo sepamos, a menos que Juan Carlos decida hacer una revelación o una confesión en el lecho de muerte. La versión oficial del régimen franquista y de la Casa Real era (y sigue siendo) que, mientras el príncipe Alfonso limpiaba un revólver con su hermano, se produjo un disparo que lo alcanzó en la frente y lo mató a los pocos minutos. ¿Cómo diablos puede alguien ponerse a limpiar un arma cargada?
El régimen franquista no investigó las circunstancias de la muerte de Alfonso, y el trágico suceso fue enterrado rápidamente. Los medios de comunicación apenas se hicieron eco de la tragedia, que fue descrita como un accidente fortuito.
Sin embargo, el fratricidio no es infrecuente y, como psiquiatra, he de preguntarme sobre el posible papel que el trauma no resuelto y la rivalidad entre hermanos podrían haber jugado, inconscientemente, en la mente de Juan Carlos a puerta cerrada.
Pasase lo que en realidad pasara, Juan Carlos tuvo que haberse sentido profundamente traumatizado por la muerte de su único hermano. ¿Fue realmente capaz de superarlo alguna vez? Quizás la tragedia pasó a ser un elefante en el trastero de su mente. En cualquier caso, Juan Carlos desarrolló un gran interés en cazar elefantes en sus lujosos (y románticos) safaris. Pero esa es otra historia.
La cara oculta del Brexit
El sentimiento del Brexit es tan antiguo como la existencia de la nación inglesa. Podemos remontarnos al rey Enrique VIII quien, para anular su matrimonio con Catalina de Aragón en 1534, desafió la autoridad del Papa y estableció la iglesia anglicana. Algunos ven al nuevo Primer Ministro, Boris Johnson, como un sucedáneo del mismísimo Enrique VIII.
En los siglos XVIII y XIX, una Gran Bretaña ya unida e impulsada por su revolución industrial, construyó un vasto imperio. Esto instigó un sentimiento de superioridad sobre sus vecinos europeos. Esta amalgama de sentimientos de separación y de superioridad (profundamente arraigada en el inconsciente colectivo de Inglaterra) ha jugado un papel importante en el desarrollo de una relación altamente ambivalente entre Reino Unido y la Unión Europea.
Un caso que me viene a la cabeza, que es algo extremo pero que puede ilustrar ese arraigado perfil histórico, es el de un paciente inglés. Ante el temor de que pudiera convocarse un segundo referéndum sobre el Brexit, me escribió lo siguiente:
“Dr Ezquerro, si no abandonamos la Unión Europea, la democracia está muerta en este país. Si nos quedamos, seremos parte de los Estados Unidos de Europa. ¿Qué pasará entonces con nuestra familia real?
Si Europa quisiese reconocer a nuestra reina como la cabeza visible de Europa, entonces, y sólo entonces, pensaré en ser parte de Europa. Si fuera necesario, estaría dispuesto a tomar las armas para mantener nuestra libertad”.
Este sentimiento nacionalista, aparentemente fuera de lugar, pudiera ser en parte un síntoma de un duelo no resuelto por la pérdida de la gloria y el poder del imperio británico. La crisis económica que estalló en 2008 agitó el nacionalismo inglés y el rechazo al inmigrante.
De hecho, en su programa electoral para las elecciones generales de Reino Unido en 2010, el líder conservador David Cameron prometió reducir la inmigración en “decenas de miles“. Esto contribuyó a acrecentar la hostilidad hacia los inmigrantes (sobre todo los de los países del Este de Europa) que fue fomentada conspicuamente por las políticas anti-migratorias de Theresa May, durante su periodo como responsable del Ministerio del Interior.
Además, con su promesa, Cameron respaldó las actitudes belicosas y xenófobas de rechazo a la inmigración por parte del grupo de extrema derecha UKIP (partido para la independencia de Reino Unido). La libre circulación de personas, una de las piedras angulares de la Unión Europea, se convirtió en el enemigo a batir.
Para asegurarse su reelección en 2015, Cameron prometió convocar un referéndum con una pregunta simplista que no dejaba más opción que la salida o la permanencia. Así se inició el culebrón del Brexit: Cameron quería atraer a los votantes del UKIP y silenciar a los ruidosos euro-escépticos de su propio partido conservador. Sin embargo, la estrategia para asegurar el voto de permanencia fue inefectiva e incompetente; la convocatoria fue torpe; el momento de hacerla totalmente equivocado.
De hecho, en los meses anteriores al referéndum de junio 2016, Cameron exigió a Bruselas concesiones sobre la inmigración. Sólo fue aceptada una parte de sus demandas. Este rechazo parcial propagó sentimientos anti-UE, especialmente en las zonas rurales y pequeñas ciudades de Inglaterra. Además, Cameron y su gobierno menospreciaron el riesgo de que muchos votantes del partido laborista percibiesen el referéndum como una oportunidad para vengarse de quienes les habían infligido las políticas de austeridad.
La Ley del Referéndum del Brexit, aprobada por el Parlamento en 2015, fue arbitraria y excluyente: permitió votar a ciudadanos de la Commonwealth, pero negó el derecho a decidir a más de nueve millones de adultos, de los que más de tres millones son ciudadanos de la Unión Europea con residencia permanente en Reino Unido, a pesar de las consecuencias que el resultado podría tener en su vida y en la de sus familias.
Hay serias dudas, sobre las que apenas se ha hablado, acerca de la legitimidad y calidad democrática del referéndum de 2016. Decir que el 51.9% de la sociedad británica votó a favor del Brexit es engañoso. En realidad, esa cifra corresponde únicamente al 37% de aquéllos a quienes arbitrariamente se les incluyó en el electorado, y tan sólo representa al 32% de todos los adultos que viven en el país y al 26% de la población (de los 66 millones de habitantes, 17 millones votaron a favor del Brexit).
La exclusión de más de tres millones de europeos, a quienes se sustrajo su derecho legítimo a decidir, fue no sólo una decisión injusta que no puede justificarse en términos democráticos, sino una violación de los tratados de la Unión Europea. Como grupo analista no puedo quedarme de brazos cruzados.
En 1993, el Tratado de Maastricht había creado una ciudadanía europea común, que otorgaba un nuevo estatus político y legal, el cual se incorporó a la legislación de Reino Unido. El principio legal (corroborado en el Tratado de Lisboa de 2009) dice que los ciudadanos de la UE tienen plenos e iguales derechos y no serán discriminados por motivos de nacionalidad en ninguno de los estados miembros (Hobolt y de Vries, 2016).
La libertad de circulación y establecimiento de personas se convirtió en una de las piedras angulares de la UE: aquellos ciudadanos que se trasladen permanentemente a otro país dentro de la UE tienen derecho a ser tratados como iguales a los ciudadanos nativos del país de acogida, sin tener que naturalizarse o adquirir una nueva nacionalidad (Schmidt, 2012; Kröger, 2019).
La Ley del Referéndum de Independencia de Escocia de 2013 respetó este derecho y los ciudadanos de la UE fueron incluidos en el electorado; la Ley de Referéndum del Brexit de 2015 no lo hizo, para vergüenza de Inglaterra. La mayoría de los políticos y de los medios de comunicación ingleses han omitido este extravío, como si se tratara de una conspiración de silencio. Los excluidos son una parte integral de la sociedad británica, a cuyo bienestar contribuyen con su trabajo y sus impuestos; pero han sido marginados.
El referéndum sobre el Brexit ha dejado otros datos para la reflexión (Moore, 2016). El 64% de mayores de 65 años votó por la salida mientras que el 71% de jóvenes entre 18 y 25 años votó por la permanencia. Es decir, los abuelos (muchos de los cuales han fallecido) decidieron con su voto el futuro de sus nietos y de los adultos jóvenes. Por otro lado, la mayoría de mujeres (que en general son más sensatas que los hombres) votaron a favor de la permanencia.
Hubo otra división en términos de logro educativo. Entre las personas que no pasaron más allá de la educación obligatoria (el equivalente a la ESO en España), el 70% votaron a favor del Brexit; mientras que el 68% de las personas con un título universitario y el 90% de los académicos británicos votaron a favor de permanecer en la Unión Europea.
También cabe destacar que la mayoría de los territorios con autonomía política en Reino Unido votaron por la permanencia en porcentajes abrumadores: 96% en Gibraltar, 62% en Escocia, 60% en Londres, 56% en Irlanda del Norte. El Brexit sólo ganó en Inglaterra (53%) y en Gales (52%).
Sin embargo, el caso de Gales tiene un matiz curioso. Aunque la mayoría de la población nativa votó por la permanencia, ocurre que más de la cuarta parte de la población de Gales son ingleses; muchísimos de ellos se mudaron allí después de la jubilación y votaron masivamente por la salida de la Unión Europea. Sin duda, Brexit es fundamentalmente un golpe inglés, más que británico (Barnett, 2019).
Como consecuencia, Escocia ha solicitado un segundo referéndum de independencia e Irlanda del Norte podría solicitar un referéndum sobre la reunificación de la isla de Irlanda.
El movimiento Brexit se fue configurando y perpetuando a través de una constelación de complejas dinámicas grupales, factores históricos y sentimientos encontrados. Entre ellos, la investigación ha constatado que la inmigración se erigió en el principal tema de preocupación de la gente; la crisis migratoria reactivó el nacionalismo inglés y los sueños de soberanía imperial absoluta (Esler, 2019).
Teniendo en cuenta que todos esos factores interrelacionados eran suficientemente visibles, ¿por qué nadie persuadió a David Cameron de que abrir el melón (convocando un referéndum para autoafirmarse y haciendo campaña para que la gente respaldase el estatus quo tras años de crisis) era una provocación que podría conducir al desastre? ¿E chi lo sa?
A un nivel más profundo, Brexit tiene menos que ver con la relación entre Reino Unido y la UE que con la relación de Reino Unido consigo mismo. Brexit es en parte la proyección hacia fuera de una agitación política interna, para la cual la UE se ha convertido en un chivo expiatorio idóneo.
Desde una perspectiva del apego humano y de las dinámicas grupales, este drama de salida podría interpretarse como una crisis de identidad; una incertidumbre de pertenencia; una dificultad para conectar con otros grupos; un conflicto imaginario entre ellos y nosotros. En definitiva, una crisis de apego al grupo.
Reflexiones finales
La Guerra Civil española fue en muchos sentidos la expresión de un trauma nacional no resuelto (Preston 2019; Arias González, 2013; Viñas, 2019). Curiosamente, el Brexit se ha conceptualizado como una “guerra total” (Shipman, 2016), como una “guerra civil muy británica” (Barnett, 2019) y como la “guerra incivil”. Este último término fue acuñado en una película de drama dirigida por Toby Haynes (2019), basada en relatos de primera mano de los grupos que apoyaron la salida y de los que apoyaron la permanencia, que se estrenó en el Canal 4 de Reino Unido a principios de enero 2019.
De alguna manera, mutatis mutandis, el Brexit se asemeja a la Guerra Civil inglesa en la que familias y amigos se vieron divididos entre el Rey y el Parlamento, durante nueve años (1642-1651) de feroz conflicto, en el que el Rey Carlos I fue decapitado por traición. En la guerra incivil en curso, durante los tres años que siguieron al referéndum, se rompieron más de millón y medio de relaciones y otro millón de personas dejaron de hablarse con un pariente o un amigo, debido a diferencias sobre el Brexit (Barnett, 2019).
Aunque el Brexit es esencialmente un golpe inglés (más que británico), en términos de dinámicas de grupo más amplias, también puede interpretarse como un fracaso de la propia Unión Europea. La inmigración no es solo un problema de Reino Unido, sino una inmensa crisis ética de la UE en su conjunto. Si un grupo de más de 500 millones de europeos no puede absorber a dos o tres millones de inmigrantes desfavorecidos, ¿cómo va a poder la UE superar otros desafíos globales como grupo?
Covid-19 y el auge de la inteligencia artificial están creando enormes problemas sociales y económicos, mucho más grandes que el hipotético problema que puedan causar unos pocos millones de refugiados que llegan a las costas de la rica Europa, tras un viaje desesperado, o el libre movimiento de trabajadores de Europa del Este a Reino Unido, tras la entrada en la UE de diez países en 2004.
Los tratados permitían periodos largos de transición. Por ello, resulta paradójico que Reino Unido fuera el único país grande de la UE que no utilizó el periodo de transición, sino que abrió su mercado laboral al Este siete años antes de que la UE lo requiriera.
Además, Reino Unido presionó con fuerza a otros países para que permitiesen que Rumania y Bulgaria se unieran a la UE en 2007, incluso haciendo caso omiso de las objeciones de la propia Comisión Europea.
Debido al acceso inmediato de los trabajadores de Europa del Este, en menos de cuatro años desde su adhesión a la UE, más de un millón se trasladó a Reino Unido, el segundo país europeo más rico después de Alemania. El idioma inglés fue de hecho un factor de atracción adicional. En el momento del referéndum de 2016, había cerca de cuatro millones de ciudadanos de la UE no británicos viviendo en Reino Unido (más de la mitad de ellos de Europa del Este), en comparación con menos de un millón antes de la ampliación de 2004.
Una de las mentiras de los que hacían campaña para salida fue que muchos de estos inmigrantes de la UE venían a Reino Unido para tener acceso a las prestaciones y explotar el sistema de bienestar. La realidad es muy distinta.
A diferencia de muchos jubilados británicos que se trasladan a la soleada España y a otros países del sur de Europa, a menudo haciendo un uso integral de los recursos locales de salud pública, la inmensa mayoría de los inmigrantes de la UE en Reino Unido son jóvenes, sanos, vienen a trabajar duro, pagan sus impuestos, apoyan los servicios públicos y contribuyen a la economía local.
Tim Shipman (2016) corroboró que los ciudadanos de la UE contribuyen con sus impuestos una cantidad neta superior a 20.000 millones de libras esterlinas (unos 23.000 millones de euros) respecto a lo que obtienen en beneficios. Los hechos son claros: la inmensa mayoría de los ciudadanos de la Unión Europea en Reino Unido son contribuyentes netos, no aprovechateguis. Y, sin embargo, se les privó de su derecho a votar sobre su futuro, mientras que la UE (sin tener en cuenta sus propios tratados) miraba para otro lado.
Un proceso democrático como el referéndum del Brexit, en el que se excluye y margina a todo un grupo de ciudadanos sujetos a la misma comunidad política, no tiene suficiente legitimidad.
Conflicto de interés: El autor no ha recibido dinero por este artículo y declara no tener conflicto de interés, aparte de defender la libertad de circulación de personas y de apoyar con espíritu crítico el proyecto de la Unión Europea.
Reconocimiento: María Cañete.
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Arturo Ezquerro
Nacido en Logroño, La Rioja, lleva 38 años ejerciendo como médico psiquiatra, psicoterapeuta de orientación psicoanalítica, y grupo analista en Londres. Es profesor en el Institute of Group Analysis, y el primer español en conseguir una Jefatura de Servicios Públicos de Psicoterapia en Reino Unido. Es miembro honorario del International Attachment Network y de la World Association of International Studies. Colabora habitualmente con radio, prensa y televisión, y reúne más de 80 publicaciones en 5 idiomas, incluyendo los libros “Encounters with John Bowlby” (Routledge) y “Relatos de apego” (Psimática).
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